viernes, 14 de octubre de 2011

Tener ángel

Debbie Miller
¿Qué queremos decir cuando afirmamos que alguien tiene ángel? Es difícil de definir. Para empezar es algo innato: o se nace con ello o no se conseguirá nunca. Es una combinación de gracia y dulzura, que trasluce en los ojos de la persona, lo que le otorga un encanto diferente. Irradia un tipo de magnetismo que hace que, casi todo el mundo, se sienta seducido y a gusto alrededor del afortunado dueño de esa cualidad. Despierta en la gente el deseo de estar a su lado y de tratar de complacerle. Mi abuela linarense tenía ángel y la nieta que indudablemente ha heredado ese rasgo, en toda su intensidad, es mi prima Paloma. Tanto es así, que uno de mis primeros recuerdos, algo borroso, se asocia a su nacimiento: yo tenía dos años y medio, volvíamos de Linares y paramos en Guarromán a conocer a la nueva prima. Aquella casa, pese a mi percepción infantil, me pareció pequeña, lo cual me hace pensar que debía de ser realmente minúscula y, la cuna con la niña me resultó diminuta. Recuerdo asomarme y vislumbrar al bebé dormido. Tuve la sensación de que todos esperaban que dijese algo, así que lo hice. La esperada frase de mi opinión sobre mi prima fue: "tiene pendientes pero no tiene dientes". Esas palabras son la parte que mi cabeza no grabó de toda aquella escena pero, les dejé tan sorprendidos con mi originalidad que el resto de los presentes han evitado que se olvidasen. Las alusiones a la chocante declaración se han repetido con cada nuevo bebé que aparecía por nuestra numerosa familia y, con el tiempo, ha evolucionado hasta convertirse en una de esas frases memorables que pasan a las anécdotas para la posteridad.

Jessie Willcox Smith
 Desde pequeñas, tanto mi hermana como yo queríamos ir a su casa a dormir. Y eso pese a que, una vez allí, había que sobrellevar a su tía-abuela, que era la mujer más cascarrabias que he conocido nunca. Mi prima tocaba el piano. No se puede decir que se entregase a la música pero su interpretación trasmitía parte de su ángel. A mí me habría gustado aprender y lo intentaba. Ensayaba escalas y, al oírme, su tía acudía inmediatamente hecha una furia para cerrarme la tapa del instrumento en los dedos si era preciso y evitar que tocase el piano de la niña (a la que adoraba, como todos). Incluso ella había caído bajo el influjo de su ángel. Su avinagrada presencia no nos importaba. Estar con mi prima y mis tíos compensaba con creces cualquier inconveniente. Incluso había días que nos las apañábamos para dormir tres en una cama (plegable, para más inri) lo que, en el verano linarense de noches a 30º, significaba no pegar ojo. Nos colocábamos contrapeadas sobre el colchón de modo que, una de nosotras, acababa con los, no muy limpios, pies de las otras dos al lado de la nariz. Milagrosamente, ni perdimos nuestro sentido del olfato, ni terminamos con ella rota de una patada durante el sueño. También es cierto que, en esas condiciones, dormíamos poco o nada. Aunque ya puestos a estar en vela, mejor con mi prima que en el piso de arriba de la granja.

Aquellas estancias no significaban que yo me hubiese convertido en una persona sociable. Lo que me ofrecía era la oportunidad de acceder a nuevos libros que devoraba lo más rápidamente posible para, tras acabarlos, tener tiempo de leer otro más. En el cuarto de su abuelo, que también vivía con ellos, había un armario lleno de tomos colocados en dos filas. Cuando terminé con el frente, me dediqué al fondo. Si en un momento había que releer, se releía. Mi prima y mi hermana, mientras tanto, jugaban a ir a hacer la compra en una pequeña estantería de juguete llena de verduras de plástico. Nunca entendí la gracia de aquello. Ir al mercado no me parecía divertido entonces y tampoco me apasiona ahora: empujar carritos con ideas propias a través de pasillos llenos de gente, esperar largas colas en la caja para, al fin, regresar a casa cargada de bolsas o con el carro a rebosar de cosas que luego hay que colocar, momento en el que se suele descubrir que se te ha olvidado algo fundamental o, que en todo caso, te habría venido muy bien, no me parece una experiencia que se haga por gusto. Pero la infancia es diferente o eso dicen. Cuando regresábamos a la granja, jugaban a las cocinicas. Las especias salían de moler yeso y ladrillo. Más de una vez terminaron con lombrices en el estómago, cosa que yo nunca padecí. La única que me afectaba era el "bookworm".

Palomilla vive ahora en Madrid y va a celebrar un fiestón por su cumpleaños al que, por supuesto, asistiré. Como he comentado, hasta los old grump muermos intentan complacer a la gente con ángel.
¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS PALOMA!!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sol!! pero qué bonito y qué de cosas me dices!! se me cae la baba con todo esto!! ji ji ji! Muy divertido recordar estos pasajes de la infancia!!
Mil gracias Sol!
pero que sepas que...NUNCA DEJAS DE SORPRENDERME!!! Pal