lunes, 13 de agosto de 2012

Oficialas de peluquería

"Sisters" Jean Hildebrant
La edad a la que una niña muestra interés por peinarse ella misma es inversamente proporcional al producto de la habilidad y la paciencia maternas en ese sentido, dividido por la longitud del pelo. Esta ecuación aplicada al caso de hermanísima y mío ofrece un resultado similar al del inicio del uso de la razón. Por supuesto el interés no basta, hay que tener algún tipo de maestro para aprender. En ese sentido hay que agradecerle a la Señora que ella sólo se ocupase de peinarnos los fines de semana, y nuestro cuero cabelludo le agradece aún más que sólo le diese por esmerarse en la tarea muy puntualmente. Eso sí, esos fatídicos ratos se grabaron dolorosamente en nuestros cerebros infantiles.

Los días de diario, la muchacha que nos cuidaba nos peinaba con un par de trenzas, que nos hacían parecer recién salidas de "La casa de la Pradera", antes de partir hacia el cole. Alguna vez incluso probamos a cambiarlas por dos coletas, pero mi cabeza con ese tocado no tenía nada que envidiarle a la del león de la Metro, lo que relegaba ese estilo hasta que todos se recuperaban de la impresión y se olvidaban de mi aspecto. Pasado ese tiempo, la insistencia de hermanísima, parcial de las dos coletas, surtía su efecto. Sin más justificación que la de evitar diseñar un peinado para cada una, ambas lucíamos habitualmente el mismo, pese a que partiésemos de cabellos muy diferentes: rubísimo, liso y fino el de ella y abundante, grueso y fosco en mi caso. A hermanísima todos le quedaban bien, y a mí casi todos mal. Durante la época del estreno de Starwars, las trenzas pasaron a enrollarse sobre sí mismas por encima de las orejas. Claro que en lugar de a la princesa Leia, nuestro aspecto se asemejaba más al de un par de ratas presumidas. En alguna ocasión, con las prisas del resto de los preparativos, las dos trenzas se convertían en una, mientras que otros días, sin duda nuestros favoritos, en los que nuestra peluquera disponía de tiempo, ésta era "de raíz". Nos gustaba tanto esta última versión que nos esforzábamos por reproducirla nosotras mismas, y nos aplicamos tanto en la tarea que enseguida obtuvimos resultados no demasiado desastrosos.

El momento más temido sucedía durante el fin de semana. La frase que provocaba nuestra inquietud no era otra que la de la Señora ordenándonos que acudiésemos al baño para que nos peinase. Si al llegar la veíamos armada con el peine, un modelo de plástico irrompible, teñido en un tono pálido y engañosamente inocente de rosa, en lugar de con el anhelado cepillo, dispuesta a desenredarnos uno a uno todos los nudos, palidecíamos de espanto. Sin ningún tipo de compasión, la Señora pasaba aquel arma de tortura por nuestra enmarañada y larga melena (la idea de cortarla no casaba con los gustos paternos) mientras sentíamos como los mechones eran arrancados de cuajo por las finas púas. Las lágrimas acudían a nuestros ojos y las súplicas de piedad a nuestros labios. Todo ruego era en vano, hasta que el peine no se deslizaba sin tropiezo, no terminaba nuestro martirio.

Mi madre debía de disfrutar poco más que nosotras con aquel suplicio y en cuanto le demostramos que nuestra habilidad para realizar complicados recogidos superaba la suya, abandonó aquella tarea. Para evitar que se arrepintiese de su decisión, nos consagramos a nuestros estudios de peluquería. Como consecuencia de tanta dedicación, y tras algo de práctica con el estilismo de nuestras muñecas, nos sentimos lo suficientemente sueltas como para atacar nuestras melenas con las tijeras del costurero. Para empezar hermanísima se encargó de cortarme las puntas. En el proceso apareció algún que otro pequeño trasquilón que, lógicamente, debía ser igualado. El retoque, semejante al equitativo reparto de las galletas de Epi y Blas, supuso la pérdida de unos quince centímetros de longitud de cabello, que pasó de sobrepasar la mitad de la espalda a alcanzar a duras penas los hombros. Mi padre, que siempre se había opuesto al cabello corto, no se mostró precisamente feliz ante nuestra hazaña. Me prohibió terminantemente probar mis habilidades en el cabello de hermanísima, pero ella se resintió de la distinción y, para resarcirse, poco después de abandonar el nido, se esquiló la cabeza.

El otro día, House se quejó de que el pelo de la nuca le daba calor. Me ofrecí amablemente a recortárselo. Me miró con cara de guasa antes de preguntarme si pensaba que el calor le había derretido el cerebro. En fin, si ni mi marido confía en mis dotes para la peluquería, será mejor que oriente mi querencia a las tijeras hacia las cirugías.

1 comentario:

Carmen dijo...

Las historias de risa y las de nuestra infancia son sin duda las que más me gustan. El vídeo de ayer se pasó de cursi pero creo que por la dicción sudamericana que no me va mucho.
El tema del pelo largo me dolió tanto que he pasado diez años de mi vida con el pelo cortíiiiisimo. Ahora estoy encantada con mi melena pero me costó volvérmela a dejar.
En vista de las torturas de la niñez, he intentado que mis hijas lleven el pelo como les de la realísima gana aunque os aseguro que no tienen conmigo ni pizquita de paciencia cuando las desenredo. Me tuve que aguantar cuando me tiraba mi madre y ahora me toca aguantar las malas caras, bufidos y demás de mis hijas cuando juro que tengo muchiiiiiiiisimo cuidadito. ¡Menudas son!
También reconozco que a mi hermana le queda muy bien el pelo largo pero como más me gusta a mí es cuando le pasa el hombro, le hacen capas y se lo alisan. ¡Guapísima!