viernes, 30 de noviembre de 2012

Una jornada en la granja

"Al sol del mediodía"
Gianni Strino
El abuelo se levantaba al amanecer. Procuraba no hacer ruido para no despertar a la Baronesa que dormía en la cama de al lado. Se vestía y salía dispuesto a empezar la jornada.

Se dirigía a los gallineros. Comprobaba que todo estaba en orden. Era función de mis tíos el levantarse en mitad de la noche para soltar a los perros en el interior de las naves y dejarles librar una lucha cruenta y asesina contra las ratas que, aprovechando la oscuridad, se habían infiltrado en ellos. Los roedores no sobrevivían a la pericia de los canes. Eran perros sin raza, que alcanzaban edades avanzadas. El pequeño Cordobés, pequeño y bravo, era uno de los favoritos de los primos. Yo prefería al impresionante y bondadoso Briones, ya muy viejo y aún tan grande como un poni, encargado de guardar la cochiquera. Él era tan inmenso y yo tan tan pequeña que nos mirábamos, cara a cara, sin tener que agacharme para hacerlo. El Siro, con sus rasgos de bulldog, se convirtió en un héroe al enfrentarse, sin pestañear, a dos agresivos Dobermans, escapados del solar de al lado, cuando se disponían a lanzarse sobre mi asustadísima prima Sole.

Una vez terminada la ronda, el abuelo regresaba a la casa y se preparaba el desayuno. A esas horas coincidía con frecuencia con él en la cocina y le imitaba en el proceso. Tostábamos el pan del día anterior hasta que la miga adquiría un bonito color. La arañábamos con un cuchillo para abrirla y que penetrasen en ella el sabor del ajo que frotábamos contra la tostada. Recuerdo aquel ruido del rascado que hacía el pan al lijar el diente y liberarlo de su aroma. Un chorreón de sabroso aceite completaba el aliño. El pan crujiente, y aún caliente, desprendía el sabor penetrante de aquella deliciosa combinación al morderlo. Aún hoy, ante el olor del pan tostado con su buen aceite y su ajo, veo en mi cabeza aquella cocina blanca, con su ventana entreabierta al patio.

Algunos días, el trajín matutino del abuelo se prolongaba y el desayuno era tardío. Esas mañanas, con los huevos frescos, recién puestos, y los pimientos, recogidos minutos antes de la huerta, la tita Mercedes le preparaba unos huevos fritos, festoneados con sus doradas puntillitas, acompañados por los pimientos. En ocasiones, el panadero ya había dejado para entonces unas barras frescas, del día, otras veces aún no había pasado y se recurría al pan asentado del día anterior. En ambos casos se podía leer en la cara de mi abuelo lo que disfrutaba al hundir la densa miga en la yema líquida y cremosa.

Frank Holl- By the fireside
Durante los meses de invierno, entre sus labores de primera hora estaba la de limpiar de cenizas la chimenea del salón y encender un nuevo fuego. Ponía un buen tronco en el interior del hogar, junto con algunas ramas más finas que prendiesen con facilidad y, finalmente, unos cuantos papeles arrugados de viejos periódicos. En pocos minutos el fuego crepitaba alegremente para que la habitación estuviese caldeada cuando la Baronesa se levantase, cosa que no sucedería hasta una vez entrada la mañana.

Después del desayuno, con las fuerzas repuestas, el abuelo retomaba sus funciones. Además de alimentar a los animales había que ocuparse de los huertos y de algún que otro cliente despistado que hacía su aparición a esa hora para comprar huevos. Mientras tanto la abuela desayunaba, en la cama, antes de levantarse. Para entonces la tita ya había dejado todo como los chorros del oro y la Baronesa se ocupaba personalmente de preparar la comida. Aún recuerdo a alguna desventurada gallina esperando su destino en la cocina antes de acabar con el pescuezo retorcido y literalmente desplumada. Los chiquillos nunca eramos testigos esa escena. Nuestra función consistía en quitarnos de en medio en esos momentos. Si no andábamos precavidos, enseguida la tita nos hacía entrega de un paño y un plumero, de la escoba o de la fregona, para que los empleásemos en la limpieza del transitado pasillo, o en la del enorme y vacío piso de arriba.

Era primordial desayunar bien porque la comida nunca se regía por horarios europeos. No obstante, el olor de lo que se cocía en la cocina estimulaba el apetito mucho antes de que se acercase la hora de hacerle honores. Un rato antes de sentarnos definitivamente a la mesa, mi abuelo y mis tíos se tomaban juntos un aperitivo. Unas patatas, unas aceitunas caseras y algo amargas, una fuente de pepino cortado y aliñado con aceite y sal, una ensalada con la dulce lechuga del huerto o unas finas rodajas de calabacín enharinado y frito, formaban parte de aquel tentempié que, con frecuencia, incluía también alguna apetecible muestra del menú del día. Si el abuelo miraba el reloj u oía la sintonía del telediario (al terminar) y la mesa aún no estaba ni siquiera puesta, permitía que los nietos compartiésemos con él aquellos platillos y matásemos momentáneamente al gusanillo (más bien la familia de escolopendras) del hambre.

Una vez las visitas se marchaban, sobre la mesa de madera oscura se extendía el hule para proteger la madera. Se escogía un mantel limpio, se distribuían las servilletas, marcadas por sus dueños con sus correspondientes servilleteros, y se colocaban los platos y los cubiertos. Yo me sentaba a la derecha del abuelo, salvo que algún invitado se introdujese entre medias. Aquel era en mi opinión, el lugar de honor. La comida era un momento de reunión, revestido de cierta solemnidad, lo que no interfería en que los hambrientos devorásemos los manjares preparados por la Baronesa. El abuelo se encargaba de partir la fruta y sus sandías y melones le despertaban comentarios de admiración y, muy raramente, también alguna crítica. Siempre buscaba lo positivo para alabarlo, incluso un día ante un infame guiso de una de mis tías (un fallo lo tiene hasta la cocinera más experta), instigado por la Baronesa a ofrecer su siempre magnánima opinión, se limitó a afirmar que el engrudo en cuestión estaba "un poquito mejor que crudo".

El abuelo siempre se echaba siesta. Se sentaba en su sillón, delante del televisor, y mientras se recogía la mesa, él se dormía. La tita Mercedes se escaldaba las manos al fregar los cacharros bajo el chorro de la única agua caliente del día y los demás salíamos a la era a sacudir el mantel y nos ocupábamos de barrer las migas del salón. Se echaban las contraventanas y la habitación se quedaba en penumbra. Sobre la tele sólo se oían los ronquidos fuertes y acompasados del abuelo. Era un momento sagrado, en el que ningún otro ruido podía interferir.

Por la tarde no se terminaba la faena. A veces nos convocaba a las primas y debíamos acompañarle al despacho a clasificar los huevos por cartones. Una máquina rotatoria los dejaba en las diferentes divisiones de la mesa y debíamos colocar los correspondientes a nuestra sección en sus cartones correspondientes. Nos aburría mortalmente esperar a que los huevos cayesen de su cinta transportadora pero nunca se nos ocurrió escaquearnos de aquella tarea, ni muchos menos comportarnos de la manera atropellada en la que lo hacen muchos viajeros en el aeropuerto ante una situación similar, salvo que ellos manejan pesadas maletas en lugar de  frágiles huevos. Había tardes que se subía a Linares y le convencíamos, aunque no siempre teníamos éxito, para que nos llevase con él. Si lo lográbamos, nos hinchábamos, ufanos como pavos reales, por la gloria de haber sido los escogidos para acompañarle en el trayecto y nos despedíamos con grandes aspavientos de los desventurados que se quedaban. Luego, o bien íbamos con el abuelo a hacer los recados, o bien nos dejaba en casa de alguna de mis tías, que se encargaba de devolvernos a la granja cuando bajaba a la reunión familiar habitual.

Una vez se ponía el sol llegaba el momento de echar una partida a las cartas junto con su hermano, su cuñado, mi padre o alguno de mis tíos. Jugaban al tute. Podía tocarles una mano buena o regular, unas veces cantaban 40, otras 20, o de repente fallaban y se llevaban un triunfo, para desesperación del que lo había dejado confiado sobre el tapete. Me encantaba observar el juego, sin interrumpir por supuesto, e internamente siempre deseaba que ganase el abuelo, que era el que mejor lo hacía. Los nietos organizábamos nuestras partidas de tute paralelas en el porche, aunque a nuestras barajas solía faltarles alguna carta. También era difícil conseguir montarlas con tan sólo 4 jugadores. Si alguno abandonaba su posición, independientemente del motivo, sería relevado inmediatamente por un impaciente voluntario. Mientras los mayores continuaban con su juego, los niños cenábamos temprano, en la cocina. Mi cena favorita era cuando mi abuela preparaba filetes rusos. Su adobo incluía almendra molida y azafrán, además de pan mojado y escurrido, ajo, sal y perejil. Tras su paso por la sartén caliente se les quedaba una preciosa cubierta dorada, fina y crujiente, con la carne jugosa y tierna en su interior. No sólo su aspecto resultaba apetecible, además olían a gloria. Si el postre consistía en natillas de huevo cubiertas con blandas nubes de merengue, mi felicidad gastronómica era completa.

Los mayores cenaban tarde, en la mesa del salón. Su cena era distinta a la de los niños. Al terminar, o a veces incluso antes, nos mandaban a la cama. Debíamos despedirnos de todos hasta el día siguiente con un beso de buenas noches. El abuelo también se retiraba temprano, poco después que nosotros. Si él se iba a dormir estaba claro que los niños no podíamos pretender quedarnos más allá de esa hora.

Las noches de verano, a través de las ventanas abiertas, la luz pálida del exterior se colaba en la habitación. Desde mi cama escuchaba el silencio seco de la era, el sigiloso movimiento del aire cálido al juguetear con las finas cortinas y el murmullo del campo agostado. Entre aquellos sonidos amortiguados se deslizaba el ruido de algún coche al pasar. Sin darme cuenta, me dormía.

¡FELIZ DÍA DE SAN ANDRÉS!

8 comentarios:

Carmen dijo...

¡Qué bonito! Me gusta esto de comentar la primera porque así no me repito. He recordado todos los momentos como si los estuviera viviendo, con sus olores y sus sabores. He visto a la Baronesa, a la tita Mercedes, al Abuelo, a los jugadores de cartas y a todos los titos alrededor de la mesa mientras las mujeres charlaban alrededor del fuego. No los he visto con nostalgia, los he sentido en directo, en mi mente, en esos momentos reales de las vacaciones.
¡Qué bien lo hemos pasado! ¡Hemos tenido tanta suerte...!

Señora dijo...

En una fecha como la de hoy el proceso era como lo cuentas, pero con los de casa acelerados y los de fuera en un ir y venir constante. Vecinos, familiares y amigos se dejaban ver a cualquier hora a felicitar al abuelo: unos pocos a la hora del desayuno, algunos más a la hora de la comida y muchos muchos a la hora de la cena. ¡Qué trajín! ¡Cuántas idas y venidas a la cocina! ¡......y el teléfono! Todos iban teniendo cabida en el comedor, más o menos cerca de la chimenea (más bien menos) y todos eran atendidos con su charla por el abuelo y eran obsequiados con su poquito de ensaldilla templada de pescado o de albóndigas o de lomo adobado o de cualquier otro manjar que, con su buena mano, días antes la abuela había ido preparando. El abuelo disfrutaba como nadie, pues para él tener la casa llena de su familia y amigos y compartir con ellos una copa de vino con unas buenas viandas era una de sus grandes satisfacciones. Lo hacía siempre, pero en san Andrés todo se desbordaba y esto lo hacía inmensamente feliz. La memoria nos trae aquellas experiencias que tantos finales de noviembre pudimos compartir y que ahora recordamos con nostalgia, aunque con el inmenso cariño que ellos nos dejaron.

Anónimo dijo...

Acabamos de pasar un rato en la Granja después de tanto tiempo sin ir.
Muchas gracias por este rato maravilloso que nos has hecho pasar
Un beso de Y&G

cuca dijo...

Es real, se pueden contar las vivencias y cualquier persona ajena pensar que esto no puede ser real, pero si, aquello era tal cual tú lo describes. Lo mas curioso de todo es que los que somos de otras generaciones lo recordamos exactamente igual, solo cambian los personajes secundarios, vosotros no habíais nacido, y nosotras (Las españa) que éramos de distintas edades congeniábamos perfectamente con las edades de la señora y demás hermanas. Para nosotros los abuelos eran los titos y teníamos adoración con ellos, tanto que cuando murió mi padre ellos se hicieron cargo de nosotras pero en todos los aspectos, que a Mercedes no le falte…..., que las gemelas (tres añitos) no noten la ausencia….y Merche yo, mas mayorcillas (16 y 10) integradas como unas hijas mas, no me quiero poner melancólica pero son tantos momentos buenos, tanto cariño y tantos recuerdos tan bonitos que no terminaría.
Gracias titos

señora dijo...

....Y no hemos dicho nada de las ilustraciones. La primera es como si reprodujera el gesto del abuelo en su salida a la calle.

BILLETE dijo...

EXTRAORDINARIO.
Acabo, mientras leia ,de experimentar una agradable sensación.He vivido en primera persona la extraordinaria experiencia que fué conocer al tito Andres.lo recuerdo como una persona "sabia" sin pasar por la universidad.
Recuerdo con mis 19 años que fuí presentado,y como rúbrica en confirmar esa relación con Cuca se hizo con un vaso de vino,yo en aquella época no vevia apenas ese apreciado líquido que con los años ha ido adquiriendo mas buqué.El caso es que me llenó por completo un gran vaso de "duralex" con un vino enormemente "picao"(botella cristal berde, SAVIN)
¡tito no tanto!,respuesta: un hombre es lo que bebe.El tito Pepe me acompañó y mirandome de reojo no se le ocurrió llevarle la contraria.
Algunas tardes, sentados en el porche, me encantaba que me contara historias de la gerra civil (tenía muchas) y como era tan elocuente yo escuchaba con verdadera expectación.
Desde que nos dejó, siempre está en muchísimos momentos de mi vida en mis pensamientos, porque de verdad ha sido un verdadero lujo haberlo conocido y querido.
un beso muy fuerte "tito Andres"

y felicidades Sol

El tito Paco dijo...

Día 30 para mí todavía. Sólo recuerdo un texto que me haya producido tanta emoción, un texto de Romano Bilenchi que pondré en mi blog de diciembre, para que quien quiera pueda apreciar esa extraordinaria capacidad por el detalle y cómo se puede captar la sensibilidad en un momento y dejarla como una pincelada sutil y maravillosa. La primera de las ilustraciones, además, me ha confundido hasta hacerme pensar, en la primera impresión, que era una foto que yo no conocía.
Además, estas notas me hacen reflexionar sobre cómo formamos nuestros recuerdos y acomodamos nuestras vidas, especialmente los pequeños. No puedo pensar en la granja, tampoco, sin recordar al tito Paco, de quien he heredado el título con tanto orgullo, y al tito Lalo, con su "mutis", y frases como "no sabes tenerlas", que era un reproche grave que sonaba horrible, aunque no se lo dijeran a uno.
Y mientras viva recordaré mi primer día de San Andrés, con más de ochenta familiares que querían conocerme en mi papel de futuro y a quienes trataba desesperadamente de recordar, situar y causar buena impresión, hasta que tuve que refugiarme unos momentos en "la nevera", como llamábamos al despacho, de donde me rescató, cómo no, nuestro San Antonio privado.

Anónimo dijo...

Yo solo viví 13 años en la granja, pero todos los recuerdos de mi niñez son de la granja...y recuerdo muy bien esas fiestas.
Todos los primos deseábamos que llegaran esos días de fiesta, aunque no a todos nos gustaban los continuos pellizcos en las mejillas y los continuos besos a gente que se supone que conocía, pero que para mi eran borrosas de una veza otra....
Yo era la segunda de Andresito...y todos estabamos numerados y asociados a un nombre (la mayor de tal, o el segundo de cual...) pero eso era lo de menos...lo mejor era que nos juntábamos todos lo primos y lo pasábamos genial...
Me ha encantado trasladarme de nuevo a mi infancia, y es verdad, que suerte la nuestra....
Sole