viernes, 9 de septiembre de 2011

Equipaje

Nos toca hacer maletas. En contra de lo que hace mucha gente, que vuelca los cajones directamente en ella, yo selecciono: cosas ligeras y sufridas, que abulten lo mínimo, así me llevo más, que, si es necesario, puedan ponerse en plan cebolla, por si hace fresco, y que, además, sirvan para pasear y para cenar. Esto último no es fácil, especialmente porque lo de "cambiar los complementos" no es practicable en los viajes. Hay muchos vestidos que se prestan a ello pero, también conviene que se arruguen poco, pese a viajar bien estrujaditos. Los complementos van reducidos al mínimo: un bolso con compartimentos para los pasaportes, billetes y por supuesto, un libro (tengo uno marrón cuero de Timberland que básicamente uso para estos eventos) y, si acaso, alguno que abulte muy poco y sea muy plegable (olvidados los de piel), en un color combinable (¿negro?, pues no, este año toca uno azul marino, de seda plegada, que compré en la tienda de regalos del Museo del Prado). Pañuelos para el cuello, de fina seda, suaves y abrigados al tiempo. También lo de los zapatos tiene su aquel. Con todo el dolor de mi corazón, los tacones se quedan en casa. ¡Vivan las bailarinas! No abultan en la maleta y son pequeñas, ligeras, cómodas y versátiles. Incluso me planteo si llevar unas zapatillas de deporte (puestas durante el viaje), en función de los planes.

Pese al tamaño de mi armario, soy capaz de conseguir meter las cosas para los viajes en una maleta de cabina. Incluso dejo hueco para algunas compras aunque, he de reconocer, que en las visitas largas en las que me da tiempo a descubrir tiendecitas de las que me gustan, la maleta de vuelta acaba un poco "forzada". Como nuestras vacaciones son en Septiembre, lo de las compras en los viajes no solía ser un problema: antes no quedaban rebajas en ese mes, sólo nueva temporada. Pero, con la crisis, la cosa ha cambiado y, no es tan sólo que haya ofertas sino que, encima, lo que queda, suele estar tirado (o al menos en relación con el precio inicial): buena calidad (fundamental, si raspa una menda es delicada y no se enfunda en eso), diseño clásico con un toque (nada de extravagancias), talla pequeña (es lo que suele quedar) y superdescuento y, ¡plaf! pico más que un pez. Como me gustan los vestidos, esos suelen hacerse un hueco sin problema en el equipaje. Claro que, como he anticipado, también me gustan los zapatos (a pocas mujeres no, hay un gen de fetichismo en el cromosoma X y las féminas tenemos dos de esos, con lo que, para los hombres resulta un misterio nuestra atracción. Ya desde pequeñas, nos calzamos los zapatos bonitos de mamá, (los otros no valen) y, esto empeora cuando se dispone de independencia económica propia. Hay mujeres sin instinto maternal pero, ¿que no les atraigan los zapatos?, podrían ser motivo de estudio con cariotipo incluido. Yo debo tener tres cromosomas X, o una traslocación extra del gen, cómo poco. La bolsa de aseo también se reduce gracias a las muestras que acumulo durante el año. Prefiero las que ya conozco, o las de farmacia en su defecto, no sea que, los experimentos, me den algún tipo de reacción indeseable. No sería la primera vez. La excepción a esto es la colonia, que soy fiel a mi Eau de parfum de Cristalle, de la que ya no se consiguen muestras pese a mi amistad con una de sus dependientas. No me llevo el bote, sino que arreglo el problema con un poco de caradura: en las ciudades, voy al centro comercial de turno y me perfumo. En Ginebra me espera El Globus: son encantadores y tienen un supermercado gourmet fantástico.

Lo sorprendente es que, siendo tan desordenada consiga sintetizar de ese modo el contenido de la maleta. Me planteo si es una compensación. La gente muy ordenada que conozco hace precisamente lo contrario: se llevan la casa entera, y no lo pueden evitar. Siempre recuerdo un viaje a Escocia con otras 4 amigas en el que íbamos a alquilar un coche. Todas ellas tremendamente ordenadas y, pese a ello, me acogieron en el grupo: la oveja negra. Desde luego iban a disfrutar del contraste. Antes de reunirme con ellas pasaría una semana en Londres visitando a otra amiga que vivía allí. Me recomendaron encarecidamente que redujese el equipaje al mínimo, y eso hice: me llevé una mochila de mediano-pequeño tamaño, en la que comprimí un par de pantalones finísimos, un vestido (más fino aún), camisetas, ropa interior y una bolsa de aseo, sin mi colonia. Unas alpargatas y poco más completaron el ajuar. ¡Y eso para dos semanas! En casa de mi amiga pude poner una lavadora para reciclarlo. Quedé con ellas en la agencia de alquiler de coches directamente y, las vi aparecer con un auténtico ejército de bolsas: una, la que más me había insistido en el equipaje reducido, llevaba una maleta gigante en la que ¡incluso! había metido unas botas de montaña a estrenar (nº 40, que es de pie pequeño) y, creo recordar, que hasta una plancha, (y yo con alpargatas). Otra, llevaba una bolsa exclusivamente para los zapatos, nº 37, lo sé porque iban ¡metidos en sus cajas!. Al lado de ellas, lo del resto, que no era poco, ni siquiera moderado, resultaba más que disculpable.

Queríamos alquilar un coche pequeño. Menos mal que, con buen criterio, el hombre nos dio uno algo mayor, tipo berlina y con un maletero gigante. Meter todas las bolsas en su interior era toda una obra de ingeniería aplicada, digna sin duda del proyecto fin de carrera de algún arquitecto. Por supuesto, ¿sabéis lo que no cabía?: mi mochila. Menos mal que era pequeña, ya que viajó a los pies del copiloto toda nuestra excursión. Íbamos de Bed and Breakfast y cambiábamos de alojamiento a diario. Todos los días, nuestros anfitriones se quedaban hasta vernos meter toda aquella montaña de bultos que, esparcida por el suelo, ocupaba más que el mismo coche. No concebían que fuésemos capaces de sacar hueco suficiente para todo en el portaequipajes y, menos aún, llevar lo que sobrase dentro de la cabina con nosotras cinco. Alguna se tendría que quedar o viajar atada al techo. Cuando veían que lo conseguíamos, alguno hasta aplaudió. Cuando, a la de la maleta XL, le dio una contractura lumbar (lo raro sería que su espalda estuviese sana si eso era lo que solía necesitar para una semana) por la que no podía hacerse cargo de la misma, fuimos las demás las que teníamos que hacer pesas con ella para transportarla y encajarla en el maletero (era la primera que había que meter). Eso sí, todo aquello en realidad supuso una minucia, porque el viaje fue fantástico. Es uno de los pocos sitios de carreteras infames en las que, para más inri, había que circular por el lado equivocado de la calzada, al que regresaría encantada. En realidad, en la mayoría de aquellos caminos no había ni lados: un solo carril con unos ensanchamientos que, según la distancia entre uno y otro se suponía definían la categoría de la carretera, en los que, o te parabas o se paraban cuando se cruzaban dos coches hasta que uno de ellos pasaba. La educación vial es fundamental para los escoceses y debe resultar una asignatura dura. No quiero ni pensar en lo de sacarse el carnet: ¡examen práctico!¡coche de frente! ¡suspendido!. Los baches eran lo peor, porque el maletero rozaba el suelo en alguno de ellos. Eso sí, la puerta de este, terminó desencajada ¡pobre!. Nos lo pasamos como los indios incluso cuando nos tocó huir de alguna nube de mosquitos. Los paisajes, las playas desiertas, las carreteras semivacías (por suerte) y para rematar: Edimburgo. Me quedé con ganas de más.

1 comentario:

Carmen dijo...

¡Qué pena! Después de pasarte todo el año comprándote ropa y zapatos, luego te llevas cuatro cosas cuando te vas de viaje. (Justo lo contrario de lo que hacemos el resto de los mortales que, como tenemos muchas menos cosas, volcamos el contenido de nuestros cajones, en la maleta).