lunes, 2 de enero de 2012

La ciencia de la lavadora

Poco después de que la madre del catedrático se fuese a vivir a una residencia, para contribuir a sufragar los nada desdeñables gastos de esta, alquiló su casa a unas alumnas de su hijo. Al marcharse estas, y antes del inminente cambio de inquilinos, hubo que ocuparse de dejarlo todo de nuevo limpio y en orden. La Señora, que siempre acaba salpicada por todo tipo de marrones, de esos que el catedrático es un genio en distribuir, escarmentada tras experiencias similares y que normalmente sólo son una fuente de disgustos, decidió que ella no se iba a ocupar de las tareas que ese arreglo implicasen. Con la pobre excusa de que no sabía cómo funcionaba ese complicado modelo de lavadora (máquinas, que todo el mundo sabe, requieren conocimientos de física cuántica), al catedrático no le quedó más remedio que ir él a ponerla personalmente. La primera excursión tuvo lugar alrededor de las 11 de la mañana. Mientras su marido se ocupaba en esos menesteres la Señora se afanó en preparar la comida para agasajar a los invitados que esperaban al mediodía.

En esas estaban cuando llegaron los del teléfono para cambiarles el aparato, el router y el contrato. Cualquier tema relacionado con la electrónica y las comunicaciones es tarea del catedrático y es mejor que nadie se inmiscuya en ellos. Por ello, la Señora le llamó y este tuvo que abandonar la lavadora a su suerte mientras el técnico estaba en casa. Cuando al fin terminaron los de telefónica y, como suele ocurrir, les dejaron sin línea ni Internet, regresó a su primera tarea con la intención de tender la colada. 

Unos minutos después, llamó al móvil a la Señora para explicarle que el complejo chisme  aún no había terminado. No sólo eso, sino que el tambor hacía una cosa muy rara: se paraba y volvía a girar a intervalos. ¿Dónde se había visto una máquina que funcionase de forma tan extraña? Su esposa se escudó de nuevo en su excusa de no conocer los entresijos de aquel electrodoméstico. Armado de paciencia y sin resolver sus dudas, el catedrático continuó vigilando con celo la extraña mecánica. 

A las 3 de la tarde el ciclo seguía y los invitados llegaron a casa. El entregado hijo no tuvo más remedio que abandonar su guardia para acudir a hacerle los honores al excelente menú preparado con tanta dedicación y esmero por la anfitriona. Comieron opíparamente e hicieron sobremesa de café, infusiones y tertulia.  A las 7 de la tarde, tras despedirse los invitados, el catedrático abandonó el sofá para regresar a tender el higo de sábanas que debía de haber dentro del poco colaborador artilugio. Intentó persuadir a la Señora para recurrir a ella si tenía algún problema. Por desgracia, esta tenía que recoger la cocina, que estaba manga por hombro, por lo que le recomendó que, en ese caso, recurriese a su hermano o incluso a su madre. 

Lavadora de 1930 ¿Sabría alguien usarla?
Al llegar, comprobó aliviado que el tambor no parecía moverse. Hizo varias tentativas para abrirlo pero, el diabólico chisme, tras el tiempo transcurrido, le había tomado aprecio a su contenido por lo que se resistió entregárselo. El catedrático llamó a su madre. Esta le dijo que levantase la pestaña antes de tirar. Aunque ya lo había hecho, lo repitió con algo más de ímpetu, pero su brío no sirvió de nada. Por mucho que se esforzó en hacer las cosas como le explicaron, la terca máquina, continuó sin ceder a su fuerza y sus encantos. Se tiró al suelo para descubrir que, el truco del mecanismo, no consistía en levantar la pestaña y tirar sino que, antes, había que desplazarla hacia un lado. Gracias a esa sutil maniobra, conquistó, al fin, al reticente aparato.

Después de la aventura, irá una mujer a ocuparse de planchar las remojadas sábanas. 

No hay comentarios: