lunes, 27 de agosto de 2012

Feria

Cartel ganador diseñado por Choce
Final de Agosto, final de la siesta. 40 grados a la sombra, donde la hubiese, y 50 (comprobados tras hacer estallar el termómetro de alcohol rojo del salón) bajo el sol de rayos de plomo que rebotaban en la galena argentífera de las piedras de la era y se irradiaban desde el suelo y el cielo para saturar el aire del calor más puro, seco y polvoriento de Jaén. La piscina, habitualmente objeto de deseo, desierta. Los primos, vestidos de personas, con los bañadores colgados a secar en el patio y los zarrapastrosos disfraces de gitanas canasteras olvidados en algún rincón de la granja, con el pelo acicalado a satisfacción de la Baronesa y preparados para partir desde lo que nos parecían hora, esperábamos, sentados en el porche en impaciente silencio, al chófer de turno.

Los mayores se jugaban el temido puesto a los chinos. El que perdía, nos montaba a los 10 ó 12 de turno, apilados en triple fila en los asientos de su utilitario (que daba igual que se tratase del diminuto AX de mi tío, del 1430 familiar, con su apreciado hueco extra en el maletero en el que cabían hasta 4 de los pequeños, o del posterior Mercedes alemán de mi padre). Enlatados como anchoas, iniciábamos felices el ascenso hasta la Feria.

La caridad de los mayores nos proporcionaba fondos suficientes para subir a un par de cacharros y disfrutar de un viaje de vértigo. La elección era importante. Bajo un sol de justicia, amenizados por la melodía musical de cada carrusel y la estridente voz de la megafonía de la tómbola, recorríamos las ruidosas instalaciones de principio a fin hasta decidirnos. Escogíamos la atracción con más aspecto de estimular nuestro laberinto, o de rompernos la crisma en el intento. Si en algún momento colgábamos cabeza abajo, no cabía duda, hacia allá nos dirigíamos. Esa era una de nuestras aspiraciones: subir a una montaña rusa con looping. Por desgracia semejante invento sólo parecía existir en las fotografías de Disneyworld y aún tardaría en hacer su aparición estelar en Linares.

"Circo Golondrina" de Emily Winfield Martin
No podíamos montarnos todos juntos en la misma hornada o aquella ansiada tarde se acabaría demasiado pronto. Nos distribuíamos en varias tandas. Unos veían desde el suelo a los otros alzarse en las alturas. A la hora de gritar, ambos grupos lo hacíamos a la vez. Cada sacudida, cada giro, cada aceleración era sentida y vivida por ambas partes. Los más pequeños gritaban "mamá, mamá", al ver pasar a su adorada madre al completar cada una de las vueltas del tiovivo. No había que llevarse a engaño. Las lágrimas no eran de miedo, sino de felicidad al cabalgar sobre uno de aquellos caballos de plástico de colores imposibles. ¡Cómo disfrutaban los chiquillos! ¡Cómo lloraban después, agarrados a su madre, con la pena de abandonar el precioso caballo, compañero de dichas y fatigas! Parecían pasarlo tan bien como en el cine de verano de la Plaza de Toros cuando fuimos a ver Bambi: 13 primos con dos titos llenos de ilusión y optimismo. De entre ellos, 7 niños menores de 7 años. Se oye un disparo y, a continuación, los berridos de los 7 infantes llorando a moco tendido y gritando "¡han matado a su mamá!". No hubo consuelo, ni tampoco repetición de la experiencia ese año. Creo que las lágrimas de los mayores sólo despertaban el recuerdo de aquel estremecedor momento y no la ansiada compasión que condujese al olvido... y a una nueva película.

La Feria no se terminaba ahí. Mientras los primos buscábamos la manera de descalabrarnos a toda velocidad, el tito Pepe salía montado a caballo en el paseíllo de las corridas que se organizaban en la Plaza, cerrada para el séptimo arte en esas fechas para así abrir su Puerta Grande a las figuras de la lidia. Desde que con siete u ocho años de edad vi una corrida por la tele, y lloré amargarmente cuando murió el toro, nunca me he sentido atraída por la Fiesta. La tensión, el miedo a una cogida, la congoja final, siempre han superado la curiosidad que pudiese generarme el presenciar en directo una faena. Quizás la única parte que me llamaba la atención de todo el espectáculo era, precisamente, el paseíllo, y posiblemente se debiese a las pintorescas descripciones de mi tío al respecto. Se eleva el calor desde el ruedo, el ardor de los aplausos recibe a la cuadrilla entre el polvo de la arena. El blanco deslumbrante de la cal se rompe con marcos alberos y el rojo oscuro de las barreras. Resplandecen los trajes de luces, ondea la capa de grana, el torero cita al toro. El bravo animal embiste, rota el capote en amplias verónicas que le acarician el rostro. Ante cada carga, el público permanece petrificado, apenas se escapa algún tenso suspiro. Surgen caballos cubiertos por largos petos. Los picadores clavan la punta de la puya en la espalda del la fiera. El presidente da paso a la suerte de banderillas: aguijones, sacudidas... Llega el momento final. Se abre la muleta, el estoque rasga el aire, se hunde en la nuca del noble animal que se tambalea y cae sin vida. El sonido se libera y estalla entre un sinfín de pañuelos blancos agitados en las gradas.

Por las noches la ciudad no dormía. Se organizaban conciertos a los que, al igual que a las corridas, nunca asistimos directamente. Durante la adolescencia, tras haber perdido la encarnizada batalla de insistentes súplicas para que nos permitiesen ir, nos conformábamos con sacar las sillas a la era de la granja y cruzábamos los dedos con la esperanza de que el inexistente viento de Agosto soplase en la dirección correcta y trajese hasta nuestros oídos alguno de aquellos acordes. Era un ejercicio de imaginación en el que competíamos por averiguar el título de la canción de turno. Si se conocía el grupo era más fácil.

"Lola Montes" por Henry Clive
Tan sólo en una ocasión fui a las casetas por la noche, también con mis primas, aunque para entonces ya no eramos unas niñas. La deseada montaña rusa con looping había llegado a Linares, pero ya habíamos perdido nuestro interés en ella y pasamos de montarnos para sufrir la experiencia. A medianoche al principio, y de madrugada después, comprobamos que hacía el mismo calor que durante el día, que habíamos pasado agradablemente en remojo en la piscina. Las sevillanas sonaban una tras otra, se alternaban rápidas con lentas. Entre vuelta y vuelta, un chupito de "palecrín" helado, ligero y algo dulce. Refrescante. Delicioso. Más sevillanas, más palecrín. Nunca antes había oído hablar de esa bebida. Pregunto. Alguien trae una botella. En la etiqueta se lee "Pale Cream" ¿Cómo no había caído? Supongo que mis neuronas nadaban en "palecrín".

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Oleeeeee...Viva San Agustin!!!!!!!!! Preciosa entrada prima. Y como dice esa sevillana: vámonos pa la FERIA cariño mío...!!!!!!! Feliz Feria 2012!!!

Anónimo dijo...

Se me olvido decir viva Choce!!!!!! "peaso" de Cartel. Feliz feria!!!!

Besos LALU

Oscar dijo...

Para mi la feria ha tenido tres etapas diferentes:
1. De pequeño y tras las vacaciones en la playa con mis padres y abuelos, mis hermanos y yo aprovechábamos los dos últimos días para pasearnos en las atracciones y ver los fuegos artificiales.Esto sin duda hacía más llevadera la vuelta al cole.
2. Desde que empecé a salir con mi señora Pasti he tenido la suerte de compartir con ella y con mi suegro la afición por los caballos y los toros. Cada año he disfrutado de los festejos taurinos en sitios privilegiados y he montado a caballo infinidad de veces gracias a la generosidad y al trabajo de mi suegro. Gracias Jefe.
3. Ahora es tiempo de que los peques de la casa disfruten de la feria con nosotros, sin renunciar en la medida de lo posible a lo mejor de las dos etapas anteriores.

¡Viva San Agustín y Viva el cartel de Feria 2012!

Anónimo dijo...

Excelente la descripción de la feria de Linares que nos invita a volver a vivirla este año con más intensidad ya que el cartel que la anuncia al mundo, lleva la firma de nuestro Juan Esteban.

De la granja y durante veinticinco años, han salido sin excepción, nuestros caballos para el tradicional paseo de la mañana. Tonca, Lucero, Fortuna y Antares, nos han hecho disfrutar desde la salida, donde el abuelo, la abuela y la titas Mercedes y Pepi, nos despedía desde el porche con verdaderas muestras de jubilo sobre todo cuando perfectamente vestidas con el tradicional corto andaluz, aparecían la abuela Marina montada en Fortuna y tu madre “Señora” hacía lo mismo a lomos de nuestro encantador Lucero; Antares y el comandante, tonca y yo nos limitábamos a dar escolta a las dos preciosas amazonas.

Nada más enfilar la gran avenida nos miraba de reojo el minero de Linares, con esa enigmática sonrisa que quiso otorgarle D. Víctor de los Ríos allá por los años 60. Al entrar en la plaza del Ayuntamiento se empieza a notar el rumor de la gente y las miradas atentas de los paisanos como si quisieran identificar a los seudos centauros; saludos, videos, fotografías y como no, algunas, más que efusivas, palmas de los más sorprendidos.

Ya por la estrecha calle ventanas, el acompasado cascoteo de los caballos apaga el ruido de los motores que nos siguen sin posibilidad de adelantamiento, mostrando una cortesía inusual asomando a los niños por las ventanillas para que pudieran casi tocar los caballos. La mañana termina con unos paseos por el ferial, mezclados entre en gentío y con el disfrute de un buen vino y su tapa correspondiente que te ofrecen amigos y familiares. La sonrisa te llega de oreja a oreja.

La tarde comenzaba con la preparación de Fortuna para su cita con el alguacilillo de la Plaza de Toros. Hay que enjaezarla adecuadamente y engalanarla con las cintas de la bandera de España trenzadas sobre las crines y la cola. La encargada de llevarla hasta el patio de caballos de la plaza es María.

María, acorde con la caballería se viste con una terna negra con ribetes rojos y botonadura de plata adornando la chaquetilla y caireles, del mismo metal, adornando su ceñido pantalón que dejan asomar unas impecables botas que llevan acopladas en sus talones las espuelas que le regaló su padre. Como tocado imprescindible, un sombrero cordobés de ala ancha y de fieltro color rojo calado hasta las cejas y dejando ver en su nuca un moño recogido con peinetas doradas y cintas con los colores de la bandera de Andalucía.

Espectaculares, yegua y amazona, llegan al pasaje del comercio donde espera la banda de música que ameniza el festejo y que tradicionalmente recorre el espacio desde el Rin Bar hasta el coso de Santa Margaría, animando a la gente que ya empieza a entrar en la Plaza.

El director de la banda de música anuncia la partitura de Agüero, un pasodoble espectacular, majestuoso, los trombones y los bajos no pueden fallar ya que son la base de la entrada; fortuna comienza a piafar como si el ruido de los cascos sobre los adoquines fuese parte de la partitura. Hasta la plaza, euforia algarabía, piropos……...

A fortuna todavía le queda saltar a la arena, colocarse delante de las más grandes figuras del toreo actuales y ofrecerle su ritmo cadencioso para llevarlos hacia el triunfo o hacia la muerte, como aquel 28 de agosto de 1947 cuando Manolete hizo su último paseíllo. Desconozco el nombre del caballo que abrió plaza aquella tarde, pero seguro que no se llamaba “fortuna”.

Gracias Sobrina por haberme hecho recordar tan buenos momentos y la radiante belleza de mi hija.

Feliz Feria de San Agustín para todos. Un beso, JMD.

El tito Paco dijo...

Ha sido una excelente idea dar una entrada independiente al texto del tito Pepe, nada sorprendente, porque ya le hemos leído varios otros magníficos. Tengo que añorar ese Bachillerato que permitía a una generación de ingenieros escribir así (además de las dotes de cada uno, claro).
En cuanto al texto de Grumpy, digno de la mejor tradición de escritura sobre los toros en España. A don Ernesto le hubiera gustado mucho, estoy seguro y lo del palecrín es estupendo, voy a añadirlo al "borriquín" (para los no iniciados Burger King), naturalmente.

Elvis dijo...

Con un cierto sabor agridulce me pierdo la feria este año, así que espero que todos los primos que estén por allí se tomen un vinito dulce y disfruten de la feria. Yo la he disfrutado muchísisimo muchos años! Besos