martes, 16 de octubre de 2012

Aventuras en el jardín

En el Colegio Mayor en el que vivimos durante los dos años que pasamos en Zaragoza, nuestro lugar de juegos preferido era el jardín al que daba la ventana de nuestro dormitorio. Recorríamos de un lado a otro, y de arriba a abajo, todos y cada uno de los caminos de tierra de aquel jardín, que para unas niñas de 4 y 5 años eran un arsenal inagotable de tesoros. Estos no consistían más que en piedras, bolas de barro y en un sinfín de objetos desestimados por los alumnos residentes en el Colegio, arrojados por las ventanas que daban a aquel patio. En las escaleras por las que se accedía al "cobertizo", una simple habitación en la que se guardaban las herramientas, nos entrenábamos a saltar un número creciente de escalones y, en la barandilla de piedra, nos deslizábamos a modo de rústico tobogán.

Cuando teníamos sed le pedíamos agua a la portera y, a veces, también nos daba unas cuantas aceitunas. En alguna ocasión las sustituía por unos granos de sal gorda que, al igual que las cabras de Heidi, lamíamos con avidez en la palma de nuestras manos, no precisamente limpias tras haber estado recogiendo tesoros entre los parterres. Cuando mi madre se enteró, nos prohibió tanto lo de pedirle agua como lo de la sal. A partir de entonces, si teníamos sed, debíamos aguantarnos o ir a casa. Los residentes universitarios se subían al pilón de la fuente que adornaba el jardín, se inclinaban sobre la estuatilla de bronce, una figura de mujer vestida con una túnica de su centro, y bebían agua del chorrito que salía del plato que sujetaba con sus brazos alzados. Una tarde de deshidratación, decidí probar suerte e imitarles. Me subí al borde del pilón al igual que hacían ellos y me agarré al plato. A mis 6 años (esto ocurrió en nuestro segundo año), apenas llegaba al borde de las estatua con los brazos estirados, y mucho menos al chorro para beber. Lejos de arredrarme, salté desde mi posición para izarme hasta el agua. Como resultado, me golpeé contra el canto metálico del plato y me caí al pilón. El agua se tiñó de rojo por el precioso corte que, desde entonces, luzco en forma de cicatriz en medio de mi frente. Me llevaron en volandas a la enfermería y me cosió Alejandro, el médico del Colegio. Al ver la aguja de suturar me tuvieron que sujetar entre cinco, aunque no recuerdo experimentar ningún dolor una vez que se puso a la tarea. Después me vendó. El vendaje alrededor de mi cabeza, junto con las trenzas que asomaban por debajo, me daban el mismo aspecto que una india de pelo rubio. Sólo me faltaban las plumas del tocado.

En aquel jardín podía haber terminado con más cicatrices pero, milagrosamente salí indemne de las lecciones, basadas en la pedagogía paterna, de aprender a montar en bici. Era una bicicleta blanca, heredada de mi primo y que en su uso previo había perdido no sólo los ruedines, sino también los frenos. Por supuesto, entre los métodos paternos no entraba el concepto de llevar a la niña agarrada por el manillar. Su infalible técnica consistían en lanzarme cuesta abajo, desde la entrada principal del colegio hasta el final de la cuesta. Con la inercia de la aceleración progresiva, la bici se mantenía en pie sin demasiado esfuerzo. Por desgracia, la cuesta terminaba en un bordillo. Para evitarlo debía girar el manillar antes de estrellarme contra él y salir volando lo que, inevitablemente, sucedió en los primeros intentos. Aún así me parecía más peligroso oponerme a la figura paterna que pedalear a toda velocidad con mi bicicleta sin frenos contra aquel bordillo, total no era muy alto. Salvo unos cuantos raspones en manos y rodillas, el asunto se saldó sin mayores daños y aprendí, en un tiempo récord, a controlar el aparato. Supongo que apelar al instinto de supervivencia produce ese efecto.

2 comentarios:

Elvis dijo...

jijiji! no me imagino a papa tirándote teniendo en cuenta su técnica para enseñarnos a nadar! Que no te suelto, que no te suelto!

Märkostren dijo...

Ahora no podría suceder, el patio es un aparcamiento y apenas queda espacio para entrar de cara y dar la vuelta, solo estuve una vez en ese piso, en el Colegio he tenido que entrar muchas veces a dejar o coger viajeros con maletas, actualmente ya no se puede entrar, hay que recogerlos o dejarlos en la verja. Es triste pero la vida avanza y los recuerdos se quedan en eso, en recuerdos, aunque sean buenos recuerdos.