viernes, 12 de octubre de 2012

Mudanza al Colegio Mayor

La mudanza a Zaragoza no fue la primera de mi vida, antes vino el traslado desde Montréal, pero sí la primera de la que soy consciente. Contaba entonces con 5 años. Recuerdo la impresión que me produjo la casa en la que estuvimos las primeras semanas, antes de instalarnos en el Colegio Mayor, cuyo nombre, lleno de "erres" me costaba horrores pronunciar. Me impactó lo blanca que era la cocina, desde las baldosas del suelo hasta los azulejos de las paredes y la pintura del techo. Recuerdo a mi hermano de un año casi recién cumplido, reptando por las inmaculadas baldosas, demasiado inseguro aún como para arriesgarse a ponerse en pie.

Enseguida abandonamos ese primer apartamento para mudarnos al que sería nuestro piso definitivo, situado en la residencia de profesores. Recuerdo la entrada al edificio principal del Colegio, que daba a un enorme hall, al menos para mi tamaño de entonces. Me parecía magnífico, sus paredes y suelos de mármol pulido de tono tostado eran dignos de un palacio. Los techos eran muy altos y a él se abrían muchas puertas a través de las cuales se accedía a la capilla, al comedor y al salón de actos. Recuerdo que en este último exhibían películas algunos fines de semana. Allí vi la divertidísima "Sopa de Ganso" de los hermanos Marx. Me dejó alucinada, no se me olvida todo lo que me reí entonces. Por supuesto me lo pasé, nunca mejor dicho, "de cine" y me encantó el mudito.

Nuestra nueva casa no estaba allí, sino en otro edificio, el que hacía las veces de residencia. Entre uno y otro había un precioso y cuidado jardín, encuadrado por las tres alas que albergaban las aulas, cocinas y habitaciones de estudiantes. El jardín estaba rodeado de castaños que soltaban sus frutos durante el otoño. Eran castañas de aspecto brillante, la mar de apetecibles, pero al probarlas descubrí que las castañas pilongas no son comestibles (al menos no creo que haya quién se las coma por gusto) ¡Qué cosa más amarga! Cuando llovía saltábamos en los charco y cogíamos la tierra mojada para hacer albóndigas de barro a las que les tallábamos unas toscas caras (un par de agujeros para los ojos y otro para la boca). Mi madre no nos dejaba tener a nuestros artesanales muñecos en casa y dejábamos aquellas bolas por fuera de la ventana para que se secasen durante la noche. Me preocupaba un poco que estuviesen bien, sobre todo mientras en el exterior saltaban los relámpagos, retumbaban los truenos y la lluvia caía a manta. Al día siguiente, inexplicablemente, nuestras albóndigas de barro habían desaparecido. Todo un misterio sin resolver a mis cinco años. En invierno bajábamos bien abrigadas al jardín pelado y jugábamos a saltar escaleras y a deslizarnos por la barandilla de piedra de la entrada. En primavera el jardín se ponía precioso con los parterres cuajados de infinidad de rosas, que olían de maravilla. Aprendí que las flores no se cortan, por muy bonitas que sean: ese tipo de acción supone una regañina tanto del jardinero como de la autoridad paterna. También me enteré, demasiado tarde, de que las mariposas no se cogen, ya que al perder el polvillo que impregna sus alas pierden su capacidad de volar y se mueren.

"Boy hunting butterfly" Josef Süss
Vivíamos en la tercera planta, y el director en la segunda. De vez en cuando bajábamos a jugar a su piso. Me acuerdo de un magnífico acordeón, propiedad de uno de sus hijos, que solía andar tirado por cualquier rincón del salón. Era un instrumento muy vistoso, de madera de un color negro piano, bruñido, con botones de marfil blancos; una auténtica preciosidad. Eso sí, nunca lo escuché, ni tampoco vi a su dueño tocarlo (aunque sentía curiosidad supongo que debería alegrarme del ruido que se ahorraron mis oídos). En mi opinión aquel chaval estaba más interesado en cazar mariposas, de esas prohibidas para mí, que en cualquier tipo de estudio, especialmente musical. Después de atraparlas, las atravesaba cruelmente con un alfiler para clavarlos en un cuadro.  Los pobres bichos de aquella triste colección me daban mucha pena. Por si no bastara, para ratificar mi opinión sobre su maldad, recuerdo que encima de la mesa de su habitación tenía una cabeza reducida, de esas de los jíbaros que, aunque posiblemente no fuese real, me aterrorizaba. Jamás me atreví a tocarla y, aún hoy, tan sólo la idea me horripila.
(Continuará)

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