miércoles, 12 de junio de 2013

Pastéis de Belém

El día que escogimos para visitar Belem, comprobamos, con gran pesar, que no éramos ni los únicos turistas ni los únicos habitantes de Lisboa a los que se les había ocurrido semejante idea. El tranvía iba abarrotado y aunque nos dio una vuelta turística por las calles fuimos incapaces de disfrutarla como se merecía ya que apenas veíamos más allá de la espalda del pasajero contra el que teníamos clavada la nariz.

El vehículo no se vació hasta su parada final en Belem y ganas nos dieron de emprender el regreso con él. En vez de seguir nuestros instintos nos dejamos llevar por los de la masa y nos dirigimos en tropel hacia el monasterio de los Jerónimos. Se trata de un precioso edificio de estilo manuelino que, por desgracia, ya estaba lleno hasta la bandera aún antes de nuestra llegada. En su interior no se disfrutaba de otros detalles que no fuesen las cabezas que ya conocíamos del tranvía. Lo que lo abandonamos y nos encaminamos hacia la Torre de Belém. Allí había menos gente, aunque eso no significa que estuviésemos más anchos. La magnífica torre dispone de una única escalera de caracol, en la que no cabe ni uno de esos bichos que le da nombre puesto de perfil y que, para colmo de males, se emplea por igual para el sentido de subida como el de bajada. Deberían estudiar la posibilidad de instalar un semáforo que regulase el tráfico de gente. Optamos por pasear.

Ya de vuelta me paré a comprar los típicos Pasteis de Belém. Estaba claro que la tónica del día eran las muchedumbres y los clientes se desbordaban por las puertas de la famosa pastelería. ¿De dónde salía tanta gente? ¿No estaban todos en el tranvía, en el monasterio o atrapados en las escaleras de la Torre? Pues al parecer no, sino que aún quedaban los suficientes como para abarrotar la pastelería y desesperar a House, que se quedó fuera. Conseguí abrirme paso hasta llegar al mostrador (mejor no revelaré mis métodos porque creo que la cortesía influyó menos que mi capacidad para crear huecos). Mi costumbre de hablar a voces con los pacientes sordos (que afirman que a mí me oyen muy bien y culpan a su familia de no vocalizar) me sirvió para hacerme con una cajita de esos anhelados manjares. Fui incapaz de hacer lo necesario para lograr más, por lo que nuestros familiares tendrían que ir ellos mismos a buscarlos si deseaban probarlos. Definitivamente no íbamos a regresar en un futuro próximo a la zona a pelearnos con el resto de los turistas. 

Cogimos de nuevo el tranvía. Se acercaba la hora del almuerzo y aún no sabíamos dónde comeríamos. El ánimo de House, entre las hordas y la hipoglucemia, no se ajustaba a ningún estado ni medio propicio para pedirle opinión. Aunque yo tenía varias sugerencias tampoco el momento era el más adecuado para ofrecerlas. En todo caso me quedaba el consuelo de que, si el hambre acuciaba, siempre contábamos con la opción de atacar los "pasteis". 

Fue el tranvía el que decidió por nosotros. Aunque en teoría nos tenía que dejar en las proximidades del hotel, a medio camino, y sin previo aviso, el conductor decidió que allí mismo terminaba su circuito y dio media vuelta. Ante la perspectiva de reencontrarnos con la multitud, nos bajamos. La afortunada coincidencia fue la de andar bastante cerca (por supuesto cuesta arriba) de un restaurante recomendado por unos amigos del hospital. Hacia allí nos arrastramos ( por el empinado adoquinado, sin ayuda de grúas ni poleas). Es un sitio diminuto, metido en un callejón de aspecto infame pero no hay que dejarse desanimar por ello. Allí suele ir Mario Soares y también iba Saramago, su nombre es Farta Brutos y se encuentra en el Barrio Alto. La sala es muy hogareña y la carta se escribe a mano a diario. Todo es fresco y delicioso. No nos limitamos a reponer nuestras desfallecidas fuerzas sino que ya puestos, nos resarcimos y comimos opíparamente. Para rematar el festín nos trajeron un carro de postres del que servirnos a nuestras anchas y del que nos pusimos las botas: melocotones al oporto, jugosas naranjas peladas en rodajas y una crema tostada digna de morir de un empacho por ella.

La receta original de los Pastéis es casi un secreto de estado. Los elaboran también en otros sitios de Lisboa, como en el Café Martinho da Arcada, en la Praça do Comércio, al que le gustaba ir a Pessoa y donde se toma también una estupenda cataplana. Hasta que alguien vaya a Belém a por unos pocos, siempre le queda la opción de probar a hacerlos.

Pastéis de Belém
Ingredientes
Molde:
- Una lámina de hojaldre preferiblemente casero.
Relleno:
- 250 ml de nata líquida.
- 4 huevos
- 15 gr de harina
- 100 gr de azúcar
- Un trozo de piel de limón recién cortada.
- Un palo de canela.

Elaboración
Calentar la nata, con la canela y el limón. Añadir el azúcar. Batir los huevos y añadirles poco a poco la leche caliente. Ponerlo a cocer a fuego muy bajo removiendo constantemente.
En cuanto haya espesado ligeramente, retirar la canela y el limón y reservar.
Cortar círculos de hojaldre y colocarlos sobre moldes rígidos para magdalenas o muffins. Verter sobre los círculos de hojaldre, que habrán de llegar a la mitad de altura del molde,  la crema hasta que casi alcance el borde.
Hornear en horno precalentado a 220º hasta que suban y se doren.
Al sacarlos, bajarán un poco. Enfriar sobre una rejilla, no mucho, sólo hasta que estén templados.
Antes de servir, espolvorearlos con canela y azúcar glass.  

1 comentario:

Manuel Márquez dijo...

Hola, Sol, buenos días; el sueño del turista siempre es el de encontrar los sitios apetecidos en condiciones 'óptimas de visita', pero no siempre es factible (y, en algunos casos y sitios, es meramente utópico). Qué se le va a hacer; si, al menos, tuviste un resarcimiento que bien te compensó, por bueno se puede dar el empeño...

Un abrazo y hasta pronto.