martes, 16 de julio de 2013

La poza

Ser la mayor conlleva cierta responsabilidad. Desde que eres pequeña, muy pequeña, te sientes en la obligación de tener que hacer las cosas la primera; es lo que se espera de ti, y no quieres defraudar las expectativas de nadie, y por supuesto también hay un componente de pundonor.

El mayor debe ser valiente, sólo si supera sus temores será capaz de proteger a sus hermanos, que pueden ser tan medrosos como deseen. Hermanísima era bastante cobarde pero me seguía a todas partes y secundaba casi todas mis ocurrencias. Le daban miedo los perros y era mi cometido demostrarle que no había motivos. Si para que se cerciorase de que no pasaba nada me tenía que acercar a un bicho grande como un caballo, allá que iba, dispuesta a cumplir con mi misión. Sólo los perros con bozal, y los temibles Dóbermans de la Renault, se libraban de mis demostraciones de coraje.

El mayor suele ir por delante, aunque esa regla presenta excepciones. Hermanísima y yo aprendimos a nadar casi al mismo tiempo. El motivo no fue acelerar en lo posible las enseñanzas del catedrático, sino el que nos viésemos forzadas a ponerlas en práctica (y debo reconocer que su entrenamiento nos vino muy bien).

Esa mañana habíamos ido a la playa. El mar no presentaba un aspecto amenazador pero algo raro pasaba porque, cerca de la orilla, el agua excavaba una serie de hoyos en la arena que no estaban allí los días anteriores. Mi madre nos dijo que eran pozas. Los otros niños se sentaban al lado y metían los pies en el agujero. Aquello era diferente y decidimos probarlo.

Comprobamos consternadas que todas las pozas de la orilla estaban ocupadas pero, para nuestra inmensa satisfacción, descubrimos que había algunas un poquito más adentro, no mucho. Con el agua hasta la cintura nos dedicamos a explorar, y encontramos "la poza".  Mejor dicho, nos encontró ella. Todavía siento un nudo en el estómago cuando lo recuerdo y han pasado cerca de 40 años.

La poza nos atrapó. Sentimos un tirón hacia el fondo y nuestras cabezas desaparecieron de la superficie del agua. Sólo recuerdo dos cosas: frenéticos remolinos de agua, burbujas y espuma a mi alrededor, supongo que provocados por mi agitación de brazos y piernas, y la idea de que debía hacer algo para salvarnos, o nos ahogaríamos sin remedio. Tenía que sostener a hermanísima, cuyo recuerdo es diferente al mío: donde yo veía agua, ella veía la playa con la gente, aunque ningún bañista era consciente de nuestra desesperada situación ¿cómo imaginarse que en esa zona de poca profundidad el suelo había desaparecido? Recuerdo que tiré un par de veces de las piernas de hermanísima para salir a coger aire y que, tras rellenar mis pulmones, me volvía a hundir y le servía de apoyo. No debió durar mucho rato, sin embargo fue una de las experiencias más agobiantes que recuerdo. De repente sentí un fuerte tirón que me sacaba de allí... y un gran alivio.


¿Secuelas? Nos soltamos a nadar. Confieso que en el mar no soy valiente, no estoy nada tranquila si me meto en él, cosa que sólo hago bajo condiciones idóneas de temperatura, calma chicha y ausencia total de resaca. Me gusta la playa para pasear al amanecer y a última hora de la tarde, sentarme en la arena a disfrutar de la puesta de sol, pero para darme un baño e imitar a las sirenas me decanto por la piscina.

3 comentarios:

amigademadre dijo...

Te comprendo muy bien en lo del mayorazgo pues yo soy tsmbién "hermana mayor" solo que nunca me ví en la terrible texitura de salvar a mis hermanas del mar.

Carmen dijo...

Yo tenía un año y medio menos pero la sensación de que de allí no salíamos también la tengo grabada al igual que la del brazo tirando de mi. De todas formas me sigue gustando el mar, me encanta meterme dentro, disfrutar del agua fresquita y flotar durante mucho rato sobre las olas.

Elvis dijo...

A mi también me sacó del agua la Señora en un revolcón de una ola y recuerdo perfectamente la sensación del tirón del brazo. Desde entonces le tengo mucho respeto al mar....