lunes, 15 de julio de 2013

Primeros campamentos

En la época vallisoletana, al llegar las vacaciones, mis padres nos apuntaban a hermanísima y a mí al campamento de la parroquia. Nos enviaban fuera dos semanas en las que vivíamos junto con el resto de los infantes en nuestra misma situación en una escuela de seminaristas, ellos también de vacaciones y supongo que lo más lejos posible.  Las habitaciones eran tan largas como pasillos, tenían camas y literas a ambos lados con pequeños armarios entre ellas, no mayores que una taquilla, en los que apilar las cosas. Los primeros años el lugar escogido fue Santa María de Nieva. Lo que más recuerdo de aquella experiencia no son las actividades, ni las reuniones de campamento de después de la cena, ni tampoco las tareas que se distribuían entre los distintos equipos. Básicamente consistían en barrer los inmensos dormitorios, las escaleras y limpiar los baños. Descubrí que el tener una piel delicada, a la que le salen ampollas casi con mirarla (lo que es un handicap a la hora de escoger zapatos y, especialmente, sandalias) me suponía una cierta ventaja. Tras empuñar la escoba la primera vez, quedaba indultada de realizar cualquier tipo de trabajos forzosos el resto del tiempo. Las ampollas, en las palmas de las manos y también entre el pulgar y el índice, me impedían blandir ningún tipo de instrumento de limpieza y, durante ese rato, mi destino era la biblioteca.

Lo que no se me olvida es el día que tocaba ir a la piscina (que afortunadamente no estaba en el colegio, sí en el de Peñafiel de años posteriores, aunque allí las condiciones eran distintas). Por la mañana salíamos bien pertrechados, vestidos con anoraks y jerseys, que la temperatura de aquel pueblo tenía poco de veraniega, con las bolsas con el bañador y la toalla (mejor cuanto más amplia y gruesa, ya que haría las veces de abrigo en la estancia en la piscina). Se supone que con el paseo debíamos entrar en calor para que, al llegar, nos apeteciera bañarnos. Nos cambiábamos en los vestuarios y salíamos con el bañador y arrebujados en las toallas. Antes de entrar en el agua era necesario ducharse para evitar el choque térmico (que de este modo sucedía fuera en vez de dentro y evitaba a los monitores tener que tirarse a buscar al niño congelado de turno). Salía nieve derretida por las alcachofas de la ducha, que con el agradable airecillo que corría formaba enseguida una capa de escarcha sobre la piel. Se saltaba al agua con la esperanza de fundir esa costra para encontrarse con los cubitos de hielo que aún flotaban sobre la superficie de la piscina.

Resistíamos todo lo posible dentro del agua, no porque disfrutásemos de su frescor sino porque temíamos la salida. La actividad en la piscina era frenética, aunque la razón no era jugar y divertirse, sino generar calor suficiente como para mantener la temperatura corporal. Salíamos arrugados, de color morado y con un sonoro castañeteo de dientes. Comíamos unos bocadillos y, sin la digestión de 3 horas obligatoria por mi abuela paterna, retornábamos al líquido elemento. Aguantábamos hasta la hora de vuelta, cercana a la cena (creo que los monitores temblaban, pero no de frío, ante la idea de tener que ocuparse de nosotros fuera del agua) y emprendíamos camino mojados y cubiertos por los anoraks. 

Al igual que los quehaceres domésticos era una experiencia que no se solía repetir. Al día siguiente una cuarta parte de los chiquillos estaban con mocos e incluso a algunos de ellos venían a recogerles sus padres, antes de tiempo, porque tenían un poco de fiebre. 

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