jueves, 29 de agosto de 2013

El interminable ascenso de Sintra

Dentro de nuestro viaje a Portugal recuerdo la visita a Sintra como agotadora. No me lleve la guía a aquella excursión porque de Sintra no había más que una página sobre los Palacios, sin mapa ni nada. Tampoco pasamos por la oficina de Turismo, que estaba a reventar de gente (y nos gusta poco desplegar nuestro encanto entre las multitudes). Estábamos convencidos de que no nos hacía ninguna falta (craso error).

Todo empezó muy bien. Dimos un paseíto muy agradable desde la estación hasta el Palacio Nacional (el de las chimeneas). Disfrutamos del precioso paisaje de la zona. Entramos en el Palacio Nacional para verlo. Cuando salimos eran alrededor de las 12:30h. Nos pareció que era pronto y, como disponíamos de tiempo de sobra, decidimos dar otro paseíto hasta el Palacio Da Pena para aprovechar ese día tan bueno. Fue una idea casi genial, salvo por el detalle de que casi morimos en el intento. Subimos y subimos, en pleno mediodía, mientras el pobre House también sudaba y sudaba, y se deshidrataba. Avanzábamos sin referencias, sin guía y sin indicaciones en el camino (ninguna). ¿Y si nos habíamos equivocado en algún punto? Le debimos dar pena a un vigilante que pasaba por allí, supongo que de ahí proviene el nombre del castillo, que nos dijo que podíamos acortar a través de un sendero en vez de seguir por las curvas de la carretera. Le hicimos caso y dejamos la carretera asfaltada por un camino de tierra diseñado para escalar las laderas del monte. Poco después volvimos a salir a la carretera y continuamos nuestro ascenso por las curvas. Finalmente divisamos el castillo allá en lo alto. No encontramos el funicular por lo que no nos quedaba más remedio que tirar hacia delante. De repente llegamos a una señal ¡la primera! Nos informaba de que íbamos bien encaminados. Ya lo habíamos descubierto gracias a los autobuses llenos de turistas que nos adelantaban uno tras otro. Aunque habíamos visto la parada llena de gente antes de comenzar nuestro periplo nunca se nos ocurrió que un vehículo fuera tan necesario. No vimos más paradas a lo largo de la ruta. Es posible que no estuviesen indicadas, a fin de cuentas las señales no abundaban precisamente por esos lares.

Por fin empezó lo que se llamaba propiamente "camino del castillo". Desde que se empieza a entrar en la zona casas señoriales hasta la puerta misma del palacio puede haber un buen trecho, por supuesto cuesta arriba para desanimar a los posibles invasores. Proseguimos. Más allá llegamos a la entrada del Parque Da Pena con su preciosa parada de autobús. Le preguntamos al vigilante del parque si en ella paraba el autobús para subir al palacio (llegó un punto en el que nos conformábamos con verlo desde lejos), y nos respondió que para qué íbamos a cogerlo si ya habíamos llegado. Lo único que nos quedaba era entrar en el parque y recorrer un mero kilometrito más. Pagamos la entrada conjunta parque-palacio, que nos soplaron 22 euros, y paseamos por aquel bosquecillo hasta llegar, unos 100 metros más allá, a una señal pequeña y escondida que ponía Palacio (y que a House le convencía aún menos que a mí). Dada la ausencia de otras indicaciones, seguimos la flecha. Dejamos de subir y escalar para pasar a trepar por ese camino de cabras medio adoquinado (podrían fácilmente ser las mismas rocas del suelo en un intento basto de recolocación). Así seguimos el km al que había hecho referencia el guarda, aunque el hombre no había especificado que éste se levantaba en vertical. El comentario de House, para entonces hipoglucémico y deshidratado, al respecto de ese atajo fueron unas palabras cargadas de optimismo. Estaba seguro de que me había equivocado y aquel sendero no llevaba al castillo (mea culpa por encontrar la señal escondida en su base). Nuestro talante no era el más propicio para valorar las joyas botánicas del parque y cuyo supuesto disfrute justificaba el precio de la entrada. Habíamos subido gratis por la carretera y ahora lo hacíamos por una senda mucho más empinada y, para colmo, tras pagar por ello.

Al fin salimos a un camino más ancho y allí se nos planteó la típica duda existencial: ¿derecha o izquierda? A esas alturas nos daba igual. Sin resuello, tiramos a la derecha y, como si de un espejismo se tratase, apareció al Palacio. Eran cerca de las 2 de la tarde. La mejor opción era comer, reponernos y descansar un rato antes de continuar con la visita. Sin embargo incluso los mejores planes se frustran y así dio comienzo nuestra segunda odisea.

El Palacio tenía restaurante. Nos imaginamos que sería similar al de un Parador. Gozaba de unas bonitas vistas (desde aquellas alturas se divisaban todos los valles de alrededor) y ese era todo su encanto, aunque lo supimos tarde. No habían entendido bien el concepto de comer con los ojos y, con ese paisaje alrededor no les preocupaba el resultado del plato. House pidió gallo con crujiente de jamón y yo me decanté por el pollo con queso de cabra. El filete estaba algo seco pero gracias a la salsa de queso se podía comer. Sin embargo el pescado sólo podía calificarse como criminal. Ni tan siquiera era pez gallo. Se trataba de un pescado congelado abominable, seco como un estropajo y tan malo que recordaba al del hospital. Tampoco traía la guarnición de jamón, sino unas verduras y puré de patata. Se lo comentamos al camarero que se llevó el plato. Reapareció con él apenas un minuto después. Le había clavado un trozo de jamón rancio al puré de patata. ¡No dábamos crédito! Ahí se le hincharon las narices a mi señor esposo (¿y a quién no?). El imbécil integral del maitre insistió en que era lo que habíamos pedido. Semejante despliegue de estupidez no contribuyó a mejorar la situación. El camarero nos ofreció otro pescado de la carta. ¿Pescado? Nada indicaba que supiesen cómo cocinarlo. Se nos estropeó la comida y el apetito. House se tomó un postre (que sí que estaba bueno), para endulzar el berrinche con un poco de azúcar.

Visitamos el Palacio. Precioso a pesar de que en aquella época tenían no ya horror, sino fobia, a los espacios vacíos. Debían de estar siempre comodísimos con tanta silla, sillón, sofá, chaisse-longue (hasta en el baño había una, supongo que para recostarse una vez envueltos en la toalla mientras les ayudaban a vestirse). Claramente no les faltaba donde sentarse, aunque no entiendo cómo se las apañaban para ponerse en pie y, menos aún, para caminar sin tirar nada accidentalmente. Cualquier movimiento debía de suponer todo un problema. En el exterior, desde las terrazas y las murallas se divisaba todo el valle. La verdad es que aquel lugar, a pesar de la escalada, resultaba la mar de agradable.

Después del descanso y la visita decidimos iniciar el regreso, y ¿qué mejor que OTRO PASEÍTO? Pues sí, aunque parezca increíble, eso hicimos. La carretera de bajada era diferente, algo más empinada (excepto la parte del camino de cabras). Por ella no circulaban los coches, la inclinación en tobogán del terreno no lo permitía.  La ventaja es que era  mucho más corto y no se nos hizo nada cansado, sino todo lo contrario. Una vez abajo probamos las típicas quesadillas de Sintra (que no nos gustaron demasiado) y nos volvimos a Lisboa.

No voy a poner la receta de las quesadillas ni tampoco ningún otro ejemplo de la comida de "dar pena" que tomamos en el restaurante del palacio. Mejor disfrutar con un aperitivo a base de deliciosos buñuelos para reponerse de la lectura de nuestras desventuras.

PATANISCAS DE BACALHAU (BUÑUELOS DE BACALAO)

400 gr de bacalao remojado
100 ml de leche
Zumo de medio limón
75 gr de harina
1 cucharada de aceite de oliva
Cerveza (unos 50 ml- 100 ml)
Perejil
Media cebolla muy picada
Sal
Pimienta

Escurrir bien el bacalao y limpiar de piel y espinas. Cortar en trozos regulares.
Mezclar la leche con el zumo de limón y dejar macerar el bacalao en la mezcla durante un par de horas (darle la vuelta de vez en cuando)

Mezclar con la batidora la harina, el huevo y la cucharada de aceite y añadir la cerveza poco a poco hasta conseguir una pasta densa. Agregar el perejil, la cebolla y el bacalao escurrido. Dejar reposar durante 15 minutos.

Formar los buñuelos con la ayuda de una cuchara y freír por tandas en aceite de oliva muy caliente, hasta que estén dorados. Secar el exceso de grasa sobre papel absorbente y servir recién hechos y calentitos.

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