jueves, 5 de junio de 2014

Princesas casi perfectas

Las princesas de los cuentos rozan la perfección. No sólo en la belleza de sus rasgos físicos sino también en los de su carácter. ¿Se les puede poner alguna pega? El caso es que sí.

Blancanieves es una ocupa. Se instala en la cabaña de los enanos sin pedir permiso y, como además es escrupulosa, la ordena y la limpia sin consultarles antes ni cómo, ni dónde les gusta guardar las cosas (o si directamente no les gusta guardarlas). No les espera para presentarse, sinceramente no sé en qué tipo de protocolo la habían educado, sino que se acuesta sobre las ¡siete camas a la vez! (si lo pensáis bien os daréis cuenta de que debía de ser bastante larga, aunque el relato no diga nada al respecto. Basta con hacer un pequeño cálculo: si cada cama midiese medio metro de ancho el total sumaría tres metros y medio, si 30 cm, una birria de cama, serían dos diez. No me extraña que, al principio los enanitos la tomasen por un gigante).

De Cenicienta diremos que un lavado de cara por la mañana y por la noche le habría ahorrado su sobrenombre. No me quiero ni imaginar el trabajo que le debió costar al hada madrina quitarle la capa de cenizas que tenía pegada encima. ¿Magia? La de un baño con agua y jabón. ¿Un vestido maravilloso? Bastaba con que estuviese limpio. ¿Zapatos de cristal o costra cristalizada?

La pobre Bella Durmiente, a pesar de toda su belleza, o era una lánguida o sufría de narcolepsia. Si se pinchó con una rueca fue, simplemente, porque se quedó dormida mientras hilaba. Sus pobres padres no sabían cómo hacer carrera de ella y buscaron a una bruja que durmiese al reino durante cien años con la esperanza de saciar de sueño a la dormilona princesa (que no precisó ningún hechizo para dormir durante todo ese tiempo). Transcurrido aquel siglo no sé si el príncipe consiguió que madrugara algún día o si asumió que, el que siempre se le pegaran las sábanas a su amada, eran secuelas del hechizo.

Piel de Asno se libró por los pelos de una denuncia de la Sociedad Protectora de Animales. ¡Despellejar a un pobre animal y cubrirse con su piel aún fresca! ¡Menos mal que en el cuento nos ahorran algunos de los detalles escabrosos! Es posible que a algún diseñador iluminado le dé un día por copiar su polémico modelo, siempre hay quien carece de gusto y de sentido del ridículo y es capaz de cualquier cosa "original" con tal de llamar la atención. La intervención del príncipe fue providencial. Su participación obligó a reescribir el guión y a poner freno a la nada prometedora carrera de la desequilibrada princesa. ¿Cómo se las apañó para retirarla de ese mundillo antes de que lanzase su primera colección (y se estrellase el día del estreno)? ¿Se casó con ella? Eso se dice pero esa no es más que la tapadera políticamente correcta. Para lograrlo no tuvo que llegar a proponerle matrimonio, ese es un final edulcorado, sino que le bastó con un cambio: el del abrigo de piel de asno por uno de armiño blanco. Al igual que Cruella de Vil (seguro que ambas guardaban algún parentesco), la princesa era incapaz de resistirse a las pieles y accedió al trato. Supongo que luego se resguardaría, o la ingresarían, en un palacio de hielo y nieve en el que lucir sus prendas.

Bella es la víctima por excelencia del Síndrome de Estocolmo. La historia está narrada desde su punto de vista por lo que aduce que su Bestia se reformó. No obstante es un cuento de hadas: las personas no cambian en las relaciones de pareja, son como son desde el principio. Rara vez evolucionan a mejor, habitualmente sucede lo contrario. Con el tiempo y la convivencia se marcan más los rasgos "difíciles" (por supuesto, como en todo, hay excepciones pero no hay que contar con ellas de antemano). Por su bien espero que a Bella nunca se le cayese la venda de los ojos (y si lo hizo ojalá tuviese un buen psiquiatra a mano, que descubrir que el de al lado es una Bestia es un asunto de lo más traumático).

Sherezade no sólo hablaba más que un sacamuelas sino que, además, sus monólogos eran un tanto desesperantes: enganchaba una historia con otra, sin terminar nunca ninguna, y con cada una se enrollaba más que una madeja. Si el sultán no la decapitó no fue debido a que le interesaran tanto sus cuentos que deseara, por encima de todo, escuchar el final (si es que lo había). El problema era que daba cabezadas y perdía el hilo. Le avergonzaba reconocer que no había prestado atención a la conversación y, para disimular, mostraba gran interés. Por eso al día siguiente le pedía a aquella charlatana que continuara, a ver si algo de lo que contaba le hacía recordar lo que le faltaba de la trama. Le sorprendía descubrir que nunca le sonaba nada. Al final se habituó a dormirse así y ya no pudo desprenderse de su cuentacuentos particular, la necesitaba de somnífero.

2 comentarios:

Märkostren dijo...

Me ha impresionado esta entrada hasta el punto de atreverme a copiar y comentar uno de sus párrafos en FB. No estoy de acuerdo con el lector que opina que esta entrada haya que ocultarla a los ojos de los niños, si desde pequeños les enseñamos a diferenciar una bestia de una persona, les estaremos ayudando a ser felices.

Yo misma dijo...

Me ha encantado. Original, incisivo y como siempre maravillosamente escrito. Buen fin de semana