domingo, 19 de julio de 2015

A brochazos: introducción

Silly things do cease to be silly if they are done by sensible people in an impudent way. Jane Austen

En cuestiones de maquillaje el método ensayo y error suele ser el más aplicado para aprender. Por supuesto eso se traduce en fracasos estrepitosos en los primeros intentos. Esa época de pruebas generalmente coincide con la pubertad. Supongo que la edad es una cuestión antropológica, en las tribus indígenas las pinturas son un símbolo más para señalar el paso a la vida adulta. Poco importa que dentro de la civilización no sea el mejor momento. No se sale a cazar leones sino a algún miembro del sexo opuesto. Lástima que los payasos solo atraigan a los chiquillos. Por desgracia en la adolescencia aún se carece de madurez suficiente como para aceptar el fracaso, se hace un mundo de la mayor tontería, y eso a pesar del gran consuelo que suponen los comentarios caritativos del entorno, todo un apoyo.

Desde un punto de vista educativo, hay aspectos en los que esa primera fase se asemeja a las incursiones artísticas de los años de guardería, en concreto la pintura de dedos: una técnica abstracta en la que los contornos se relegan a un segundo plano, o directamente se olvidan, porque lo importante es el color, y cuanto más mejor. La mayor diferencia radica en la actitud con la que los demás contemplan y exhiben esas obras de arte infantiles.

Otro problema añadido es la carencia de medios económicos. Sin más euros que los de la paga resulta casi imposible hacerse con cosméticos propios. No queda más remedio que conformarse con lo que haya por ahí, ya provenga del neceser de mamá o sea un préstamo de amigas más pudientes y adelantadas en la materia. El tono base de la piel no se tiene en cuenta, eso corresponde a un curso avanzado, y de hecho desaparecerá, al igual que los rasgos, bajo capas y capas de maquillaje, sombras estilo mapache, coloretes superpuestos en varios tonos, delineadores y polvos a modo de escayola. El cuello se olvida, no forma parte del rostro. El resultado final es una máscara digna del carnaval de Venecia.

Con el tiempo y la práctica, la técnica mejora. Es cuestión de entrenamiento, lo mismo le sucede al niño, según progresa aprende a usar los lápices para trazar figuras y a colorear sin salirse de los bordes. Se consigue colorido propio, adaptado al tono y tipo de piel. Lograr dar con la base más adecuada es toda una ciencia, la piel del rostro con frecuencia no es homogénea y se trata de conseguir que lo parezca. Hay que preparar el lienzo antes de iniciar el cuadro. A la hora de decantarse por un tono hay que tomar como referencia el de todo el cuerpo, especialmente el del torso. La zona de unión entre cuello y mandíbula, un poco por delante del lóbulo de la oreja, suele ser un buen lugar para probar como nos sienta un determinado maquillaje. El propósito es unificar ambos, de ese modo nos aseguramos un resultado lo más natural posible, sin líneas, ni máscaras.

Con el paso de los años el arsenal de pinturas y utensilios de aseo de una mujer poco tiene que envidiar al de Picasso. ¿Cómo usarlo todo sin terminar igual que un cuadro cubista? La respuesta es el fundido. La ayuda viene en forma de brocha... pero por desgracia hay todo un surtido de tamaños, materiales y formas. Una vez tenemos el lienzo y la paleta, con toda la gama de colores y sus mezclas, nos encontramos con un terrible dilema: ¿con qué pincel empezar?

(Continuará en la próxima entrada, la he dividido porque quedaba demasiado larga)

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